El hecho de tener intelecto con todos los honores habidos y por haber y  hacer solamente lo aprendido toda la vida, sin proyectarse a la comunidad, ni muchos menos  solucionar sus problemas; se   está a la misma altura de aquel que poco o no sabe nada.

Es que tener un conocimiento es para crear más conocimientos y de esta manera contribuir a la superación de  los inconvenientes de las grandes mayorías y lograr con nuevas ideas el bienestar general de la población. Ocurre que muchos creen que una profesionalización es obtener un título y luego disfrutar de los beneficios que le brinda, como un buen sueldo, lujo,  comodidades, sin actualización adecuada. Esa es una opinión mezquina de aquel que vive  en una incompetencia sin límites, amparado en un documento que sabe a recuerdo nada más, pero con una escasa visión de horizontes innovativos. Ser poseedor de una sapiencia es para diseñar sistemas, estrategias, métodos que permitan visualizar una ventana de satisfacción para todos aquellos que padecen de las ignominias de la vida. No es por lo tanto para  intentar ser dueño de todos los puestos habidos  sobre la faz de la tierra, sino solamente para servir  sin esperar recompensa. Por supuesto que hay una contraprestación  económica por el trabajo realizado, pero el principal objetivo es,  convertirse en una luz para todos aquellos que no gozan de los beneficios de ser un habitante con mente emprendedora.  El que se la pasa toda su existencia, acaparando curules, sin dar muestras de su tan mentada capacidad, o simplemente recibiendo sueldos por doquier y luego vegetando en sus laureles. No está dejando ninguna huella para la posteridad. Está a la misma altura de un simple consumidor más, cuyo fin es solamente trabajar y ganar dinero por encima de quien sea porque no tiene conciencia ni afecto por la tierra y la patria que lo cobija; solamente es una máquina de hacer billetes, pero no de cimentar amor e identidad nacional. Ese individualismo de ciertos falsos baluartes que  se crean un altar inalcanzable para el común de las personas y reinan a la sombra de unos cuantos incondicionales que le rinden pleitesía según el color del billete, es un estado irracional y pasajero que desdice mucho del ser. Es que si dice ser un académico, según sus propias palabras y grados que ostenta, de excepcional calidad; más sino da fuego, es uno más  en el mundo, así se pinte de colores porque la capacidad de las individuos se  miden por las obras y no por la perpetuación en los altos peldaños de alguna organización o simplemente cumpliendo protocolos que se caen a pedazos por el paso del tiempo pero que no se transforma y se sigue obedeciendo ciegamente y el que no lo hace, simplemente se le señala con el dedo acusador de la desconfianza por no pertenecer a su cúpula nefasta. Peor aún, si en su errado paseo terrenal, no valora al innatismo que está demostrado  a través de la historia, su gran aporte al arte, la ciencia y la cultura, por ser una pródiga vertiente de sabiduría natural. Por eso es necesario tener juicio, sentido común, ser ajeno a la parcialidad, honesto, tener empatía. Ser líder de uno mismo y creador de su propia hoja de ruta, porque si no podemos con nuestras limitaciones,  traumas, complejos; cómo vamos a intentar gobernar a los demás. Esto demuestra que no basta querer, sino también ser. Pensar que somos pasajeros del espacio y la realización como persona, no reside en la indiferencia e ingratitud, mediocridad o un desfasado de la realidad, sino en la bondad del alma. Ya no es el tiempo de los hombres de reducida visión por intereses creados. Estamos en la época de la solidaridad, objetivos comunes y una concepción planetaria de los resplandores del libre saber   y colocar a cada uno en el umbral  que se merece, porque ese  es el fin del hombre en este suelo tan nuestro, pero ajeno a la vez por las inconductas del ser más inteligente que hay en este universo que es la morada de toda la humanidad.