Era una mujer muy hermosa que no pasaba de treinta primaveras; de aquellas que con tan sólo mirarla, se queda grabada en la retinas para siempre. Sus ojos tenían el reflejo del sol cuando aparece en lontananza con sus ansias de visión universal.
Sus cabellos eran un trozo de noche de primavera embriagadora y sensual. Sus labios delineados con el pincel de invisible pintor se mostraban tentadores invitando al pecado incontenible. Su cimbreante silueta era un vendaval de pasiones dichas al oído y a medianoche. Su piel del color de una alborada de enero, invitaba a una caricia o morir aferrado a su tersura encantadora. A veces amanecía con sus nostalgias a cuestas y una lágrima cristalina asomaba en su rostro como la luna por el horizonte azabache. Otras veces, una dulce y tierna sonrisa afloraba de todo su ser y encendía la alegría de vivir en su entono sutil. Siempre la vi sola, callada, recorriendo las calles de la ciudad pusadamente como si algo se le hubiera perdido, entre un remolino de gente cuyo común denominador era la indiferencia eterna. Vivía al frente a un parque de bancas inertes, ficus somnolientos de años y avejentados de por madrugadas bulliciosas, de un césped de verdor intenso. Cuando asomaba a su puerta a contemplar al atardecer de los días de septiembre, al mirar a las jóvenes parejas en arrullos interminables; besos y caricias donde sobran las palabras, la melancolía lo embargaba profundamente y agachaba la cabeza abatida por el desconsuelo, dando la impresión que había algún recuerdo amoroso que lo hacía entristecer. Nunca le contó a nadie acerca de su inquietante existencia, pero dejaba entrever que alguna pena afectiva, era la única causa de su interminable soledad. Me era familiar su mágica presencia matinal junto al trinar armónico de avecillas que anunciaban el nuevo día. Era distinta a otras beldades que embellecían el cotidiano transitar por la urbe de fierro y cemento. Tenía el aroma de los jardines silvestres al morir la tarde y la frescura del viento extraviado en el follaje fértil. Irradiaba un halo virginal de estrella abandonada en la inmensidad del espacio. La llegada del mediodía y la noche acrecentaba su orfandad de años Hasta que un día misteriosamente desapareció para siempre y una nube de leyenda envolvió su ausencia. Cuando el tiempo cubrió de amarillo los almanaques, me enteré que había fallecido porque tenía una enfermedad incurable que lo fue consumiendo, como el verano marchita un clavel. Sentí su partida porque me había acostumbrado a su presencia y hasta había aprendido a interpretar el lenguaje de su silencio apacible. Pero a veces cuando menos pienso, me parece verla de improviso. Es cuestión de segundos, el tiempo en que uno se demora en abrir y cerrar los ojos, en retroceder al pasado o visualizar el futuro. A ratos me parece que es cierto lo que me contaron alguna vez que el ser no muere del todo. De vez en cuando vuelve en busca de sus pasos en su estancia terrenal. Es que las huellas cuando son del alma nunca se borran.