EN HOMENAJE A LA VIDA.
Don Herberth de la Flor Angulo, por lo que hizo, fue, es y será, es uno de los pocos hombres inmarchitables que felizmente, nacieron en nuestra cálida Moquegua. En esta somera evocación con el perdón de quienes acostumbran de adornar las biografías con hechos estadísticos y que pertenecen a la historia de cada uno, no me voy a referir específicamente a su edad porque en los grandes hombres, las arrugas, el cabello cano o el andar pausado, no simbolizan los años. La verdadera edad reside el corazón. El nacía con el tiempo y no tendrá tiempo que lo olvide ni murmullo alguno que acalle su voz. Con las disculpas del caso, no me voy a referir a su honorable familia, porque el actor principal de mi remembranza es el abogado y profesor Don Herberth que sin temor a equivocarme, es un emblema y paradigma de este suelo bendito para las generaciones presentes y los que vendrán con su carga de ilusiones. Eso si hay que tener en cuenta que según mi parecer muy particular, no lo es por haber educado a muchas generaciones de jóvenes de ayer de hoy de siempre y que son prominentes figuras en el devenir patrio. O porque es autor de la letra de nuestro himno que simboliza la identidad regional de un pueblo vigoroso que siempre camina en busca de patria.
Porque ha hecho música, teatro, fue un artista del piano y guía ferviente de muchos artistas. No porque tuvo su Casa Tradicional que es fiel testigo de un ayer de ventura y promisiones y que se resiste a ser vencido por las inclemencias del tiempo. No tanto por eso. Lo valoro de corazón por que a una venerable edad en la cual la mayoría solamente sueña con sus gratos recuerdos, Don Herberth vivía en su cómoda vivienda donde dormitan reminiscencias de una época añeja; totalmente lúcido, vigilante, pues ni la cruel enfermedad le había podido quitar o mermar sus ansias tremendas de vivir y estar al tanto de todo lo que ocurra en su ciudad y comentar la solución a muchos de los problemas que aquejaban a la localidad. Se sentía a cada instante, comprometido con su realidad, un militante más en la lucha por su desarrollo, un autentico soldado de la paz en la tierra del sol.
Como amaba a su Plaza de Armas y por eso era el amigo íntimo de las palomas. Hoy se extraña su figura inconfundible, cuando al bordear la tarde sobre los ficus añosos, salía a la calle Ayacucho y con su bolsa de maíz en mano los alimentaba con un amor tan grande que solamente sienten las personas que han venido a este mundo para no morir jamás. Así de inmenso como el mar era el cariño que albergaba en sus entrañas Don Herbert. Vivía pendiente de su terruño y hasta se ponía melancólico y de sus ojos que hacían juego con el azul del espacio, hasta surcaban algunas lágrimas que mojaban sus mejillas, de impotencia; al ver que la cuna de su infancia, cómo la mancillan aquellos que creían que gobernar es discriminar, traicionar, usurpar. Usar el poder para beneficio propio y pelear como si todos fuéramos enemigos, cuando deberíamos vivir como hermanos. No concebía la idea que la faz terrena que vieran por vez primera eminencias como Mercedes Cabello, del Mariscal Domingo Nieto, Mariano Lino Urquieta, José Carlos Mariátegui, Amparo Baluarte, etc., y muchas glorias que hoy gozan de la gloria de Dios; viva en la orfandad y no exista un día, una hora o un segundo, que no haya discusiones, las, denuncias, invasiones, actos delincuenciales como si fuera tierra de nadie. Hasta cuándo Moquegua va a ser víctima de la injusticia y de lo inconsciencia, se preguntaba atónito Don Herbert y no atinaba a creer que sean sus propios hijos los que de una u otra forma generaban un clima de desconfianza donde siempre hubo sosiego placidez y sano esparcimiento.
Por esto y mucho más, con la idea que no hay que ser ingratos, má¡s bien hay que solidarizarse con quienes han escrito con letras de oro e indelebles las más bellas páginas de la historia de esta tierra sin igual; en aras de trazar objetivos comunes y buscar la ruta de la unidad regional de los que viven en la tierra del sol cautivo, es mi gran deseo que su nombre lo perennice una calle, una plazuela, una institución y en adelante se rompa para siempre la folklórica costumbre de arraigo nacional de rendir solamente homenajes después de muerto a los que han enarbolado la bandera de la amistad y la prosperidad con su euforia, con trabajo, pundonor y coraje. A mi modesto entender, aún no se le ha rendido los merecidos honores que muy bien se los tiene ganado porque fue un connotado moqueguano del siglo XXI que miraba a la tierra del sol lleno de esperanzas y ventura por ser un trozo de cielo y bendito paraíso que Dios puso en este mundo. Es que Don Herbert era como el árbol frondoso y fuerte de la libertad en cuyas ramas liberales se cobijaban las flores que perfumaban el alma y las rutas hacia dimensiones de bonanza y felicidad.