La capacidad de una persona pública sea o no profesional no se mide por la cantidad de títulos, diplomas, medallas que tiene porque solamente le garantiza su estudio.
Su verdadera dimensión se valora por la estela transformadora que luce y los horizontes de bienestar que depara a los grupos humanos. Por esta razón, si se considera un ser de otra galaxia y asume poses extravagantes, estereotipos nada comunes como para hacerse notar; está creando un divorcio entre su imagen y la razón de su popularidad. Es que todos se conocen como ha sido antes sin los laureles presentes y como son después con los honores sobre los hombros. En una vida sin excesiva fastuosidad o alabanza de sus virtudes, reside el éxito del verdadero protagonista del futuro nacional. El que de la noche a la mañana sale con gestos de grandeza, actitudes de divo, aires de petulancia, mirada soberbia; ha equivocado su camino. Podrá ser un almacén de conocimientos y un baúl de grados académicos, pero jamás será solución ante los avatares de la existencia. Nunca ingresará por la puerta grande al corazón del pueblo por no tener carisma, ni personalidad y si entra, no es por sus bondades personales sino porque forma su cofradía y se busca sus condicionales y ellos hacen el trabajo mientras se pinta de guía cuando no es capaz de orientar ni la suya, porque su egoísmo y mezquindad lo consume. En este caso, quien marca diferencia a través de excesivos lujos, joyas, vehículos y luego intenta convertirse en luchador social por orgullo personal; es haberse elegido la ruta directa hacia el repudio total, al estar actuando como si el mundo mañana fuera a desaparecer. La vida es corta pero continúa y no hay que heredar pedantería porque irradia su nube hasta las próximas generaciones. O sea que la condena y maldiciones que se recibe, crean o no, trae cola en la cual pagan justos por pecadores. El pueblo es el justo juez y siempre es implacable cuando castiga. Esto es un lema de la filosofía popular. Se puede nadar en dinero y ser dueño de escaños pero despreciado por su entorno. Es que solo tiene en su haber displicencia, imprudencia y falta de humanidad. Por eso es que hay personas sin gran peso académico que es bien llorada su desaparición y connotados intelectuales cuya partida es tomado con alegría como diciendo ¡Se lo tenía merecido! El saber no es sinónimo de vanagloria, de refinamiento físico ni de uso de vestimentas que no va de acuerdo con la persona. La sapiencia equivale a humildad. Quien ante un nuevo status social se siente una estrella, camina por las nubes; saca a luz una identidad muy compleja y peligrosa. Este desfase conductual es producto de sus frustraciones, traumas o prejuicios que delatan su verdadero yo. Si los ojos demuestran nuestro estado de ánimo. El peinado, ropa y zapatos, costumbres y modismos que se luce; son el reflejo de lo que verdaderamente somos. Por lo tanto, el sentido común debe primar por sobre todas las cosas. Solamente el robot se pone y usa lo que no siente. En el hombre, cada prenda en el arreglo personal, forma parte de su esencia. Por eso una mirada educada es capaz de desnudar la persona. En eso se debe pensar antes de teñirse el cabello o ponerse una corbata. Es que en el Perú y gran parte de América, conforme te miran te tratan y si das la impresión de ser una persona vacía, o inflada por las circunstancias, sólo donde te conocen encontrarás cabida, pero si buscas realización personal en otras latitudes, tu presencia será aplaudida a rabiar pero para que no regreses jamás porque el mundo necesita personas íntegras, naturales y no los que se han puesto siliconas en el cerebro o le han hecho cirugía plástica a su mente para simular sapiencia pero no pasan de ser eternas grabadoras de obsoletos ideales.