Cuando la formación profesional se recibe de parte de auténticos transmisores de conocimientos en aras de transformación intelectual; es cuando los frutos dejan huellas inmarchitables en el devenir patrio.
Si sucede todo lo contrario; lo único que se está logrando es perpetuar la eterna cadena de mediocridad a la que ya existe. Es muy cierto el dicho “ entre gitanos no nos podemos leer las manos”. Por eso se requiere, quien imparta las enseñanzas a los hombres del mañana, tengan grados superiores de preparación con relación a lo que se pretende formar. Las limitaciones de sabiduría al momento de la instrucción, generan el problema que el alumno llegue a investigar por su cuenta y encuentre ideas de mayor envergadura a la que imparte al educador y traería como consecuencia que le perdería confianza a su formador. De esa forma no se llega a ninguna parte. Los títulos y grados, muchas veces no justifican el aprendizaje con visión de futuro y la capacidad de llegar al alumno. Por lo tanto; la cualidad, vocación de servicio y la proyección que tiene el que desempeña la difícil tarea de educar, debe ser comprobado y calificado permanentemente en base a los resultados y hechos verídicos; por un ente superior totalmente idóneo e imparcial, no improvisado ni manejado por la varita mágica del poder y que da cabida al oportunismo y la improvisación. De esa manera todos estarán seguro que las aulas de un centro de estudios, especialmente superior; son la real fuerza generadora del nuevo técnico sin fronteras que hace tiempo que la patria requiere y no de sumisos continuadores y repetidores de conocimientos desfasados que no logran cambiar las estructuras mentales de la juventud que está ávida de novedades intelectuales, y no de aquellos que se colocan la falsa aureola de la excelencia dentro de su inexpugnable “cofradía”; pero están inevitablemente perdidos en la oscuridad de su orgullo y mezquindad enfermiza que no los deja ver más allá de sus incompetencias crónicas por su falta de creatividad.