En las escarpadas faldas del cerro El Siglo, cuando aún el urbanismo no había tocado sus pies; en las noches, su bruma era espesa que semejaban las fauces de una fiera mitológica queriendo devorar el horizonte.
En la quietud de las tinieblas el silencio dejaba escuchar su música fúnebre sin notas, hasta el latido del viento hacía sobresaltar hasta el más frío y ecuánime mortal. Cuando la ciudad dormía en plácido remanso de sosiego, las fuerzas sobrenaturales, los espíritus, empezaron a atisbar desde sus recónditos miradores donde el ojo humano es una estrella inanimada bajo el inmenso cielo azul de Mayo.
De pronto se empezó a escuchar algo parecido al tropel como de una bestia apurada y Jacinto que tenía que atravesar la cumbre de la atalaya para llegar a Chen Chen, detuvo su paso. Siempre había escuchado el mismo ruido de los cascos de algún cuadrúpedo cuando llegaba la medianoche; sólo que esta vez estaba alegre por que emitió un grito algo parecido a un rebuznar pero muy extraño como de ultratumba. Su muestra de afecto retumbó estrepitosamente en la noche y se escuchó el eco en lontananza como un latigazo en la piel desnuda de un muerto y luego un gemido tan triste y penetrante que los perros empezaron aullar tímidamente, los gallos asustados cantaban y las aves que posaban en los escasos arbustos, caían al suelo piando desesperadamente como fulminadas por un invisible rayo aterrador. Se divisaba a lo lejos un bulto pequeño que se iba acercando lentamente, levantando una pequeña polvareda al avanzar. Fueron segundos de terror y al estar a unos 10 metros de distancia, se podía apreciar sus grandes ojos negros, que a pesar de la oscuridad, brillaban como dos bolas de fuego ardiente, su tupido pelaje se movía con el viento. Se detuvo y como por arte de magia, de manera impresionante y despacio, empezó a desarrollar acrecentando su figura hasta una altura normal. Era un asno, pero a esas horas y sin jinete, ¿de quién podría ser? Jacinto quería correr pero parecía que tenía los pies de plomo, empezó a transpirar a chorros, quería gritar, pero tenía un nudo en la garganta. Un olor extraño cubría el ambiente y ni un alma daba signos de vida en ese instante. Fueron minutos pero que parecieron siglos. Hasta que una voz lo sacó de sus cavilaciones ¡Jacinto. Jacinto. Hijo ¿donde estás?
– ¡Papá! ¡Papa!. El niño corrió hacia donde su progenitor y se abrazó de él con desesperación y se puso a llorar .
– ¡Que tienes! ¿por qué estas temblando?
– ¡Mira papá lo que hay allí!
– ¿Adonde? ¡Si no hay nada!
– ¡Era un burro grande, negro, bien feo que si no llegas me ataca!
– Déjate de imaginarte cosas hijo, agarra tu bolsa y vamos que es tarde y mañana hay que trabajar.
– ¿Por qué te has demorado tanto en el colegio?
– Me quedé donde mi amigo Juan para hacer la tarea en su computadora!
– Pero ya es demasiado tarde, tú sabes tantas cosas que pasan…
Se fueron a tranco largo, Jacinto iba en silencio y le contestaba a su papá como un autómata. No encontraba explicación a lo que había visto.
Llegó el día siguiente con sus nuevos albores y tomó su desayuno temprano para venirse al colegio, una vez terminado y satisfecho, se despidió.
– Hasta luego mamá.
– ¡Chau hijito, te has persignado!
– ¡Si mamá!
– No te vayas a tardar como ayer que tu papá tiene que después ir a buscarte.
– No mamá.
Lo primero que hizo fue bajar por la misma ruta del día anterior. Quería
comprobar que no era una visión lo que tocó vivir.
Cuando llegó al lugar indicado, casi se cae para atrás de impresión, estaban frescas las cuatro huellas del animal que bajaba, donde se detuvo, pero no había más, parecía que había alzado vuelo. Estaban sus huellas, las de su papá, pero las del asno no proseguían viaje. De ahí que Jacinto muchas veces piensa que era aun ángel el que se le apareció, pero a la vez también se le ocurre que era el diablo ya que era un mentiroso, se le había hecho tarde por jugar el fútbol. Pero le sirvió la lección porque jamás se atrevió a pasar tarde la noche por ese lugar de encanto y nunca más volvió a mentir.